Una persona sorda, aunque viva en un medio de personas oyentes, aislada del contacto con otros sordos, desarrolla un sistema de comunicación basado en signos manuales espontáneos, lo que indica que todos, sordos y oyentes, nacemos con unos principios lingüísticos básicos, abstractos, que luego utilizamos deduciendo la lengua de nuestra comunidad.
La lengua de signos va surgiendo de manera natural cuando una persona sorda entra en contacto con otros u otros sordos. Puede decirse que la lengua de signos existe desde que dos o más personas sordas tuvieron ocasión de comunicarse.
La lengua de signos es, posiblemente, la forma de comunicación más antigua en la Historia de la Humanidad y sus comienzos están en la prehistoria. El hecho de que los primates puedan aprender a expresarse por medio de la lengua de signos, es interesante porque podría avalar que la lengua de signos fue el primer vehículo de expresión de nuestros ancestros hasta que sus órganos fonadores estuvieran preparados para emitir sonidos articulados e inteligibles.
Una persona tiene la capacidad de comunicarse pero solo puede hacerlo con otra u otras personas. Por ello, las lenguas nacen cuando dos personas se comunican porque tienen la capacidad de hacerlo.
Cuando hablamos de la historia de una lengua debemos hacer referencia a la evolución de la propia lengua, cómo cambia con el paso del tiempo.
Existen dos formas de analizar la historia de una lengua: interna y externa.
Interna es aquella que se centra en la evolución lingüística y estructural de la lengua.
Externa es aquella que recoge los diferentes puntos de vista de escritores, autores, filósofos, emperadores etc. de cómo se ve y cómo se entiende la lengua a lo largo de su historia.
Desde la visión externa de la lengua, encontramos información de su uso ya desde la época de la Roma y Grecia clásicas. Por ejemplo:
Heródoto (484-424 a. C.) dice que los sordomudos eran considerados seres castigados por los dioses por los pecados de sus antepasados. Es decir, enfermos, pues tal es el concepto que se tenía de la enfermedad.
Hipócrates (460-356 a. C.) afirma que la mudez constituye una enfermedad incurable, que ataca los órganos de la fonación, impide discurrir al que la padece, y le imposibilita para emitir voces. No relacionaba la audición con el habla, aunque establecía una estrecha relación entre pensamiento y lenguaje oral.
Aristóteles (384-322 a. C.) observa cierta relación entre la sordera y la mudez, y dice en su historia de los animales que “los que por nacimiento son mudos, también son sordos: ellos pueden dar voces, más no pueden hablar palabra alguna”. Afirma también que como los sordomudos no pueden articular palabras, tampoco las comprenden, y por tanto no pueden ser educados.
Lucrecio (s. I a. C.) afirma que no existe la sordera absoluta, y que a los sordomudos puede enseñárseles hablándoles de determinada manera.
San Agustín (354-430) también niega a los sordos la posibilidad de ser educados cuando afirma que “aquel que no tiene oído no puede oír, y el que no puede oír jamás podrá entender, y la falta de oído desde el nacimiento impide la entrada de la fe”.
El Código Justiniano (527-565) recoge todo lo que se había sentenciado sobre los sordos y los mudos, y establece una clasificación en varias categorías: los “sordos que no hablan” ; los “sordos que no hablan pero saben escribir”, los “sordos que hablan” y los “mudos que oyen”. El primer grupo estaba privado de derechos, mientras que los tres últimos tenían plenos derechos.
A finales del siglo XII, el Papa Inocencio III permite el matrimonio entre sordos y también entre sordos y oyentes diciendo: “el que no puede hablar, en signos puede manifestar”, porque observó que las personas sordas eran capaces de dar su consentimiento con la cabeza.
San Alberto Magno (1200 – 1280) religioso, teólogo, filósofo y Doctor de la Iglesia alemana; introdujo la ciencia y filosofía griegas y árabes en Europa e hizo una importante aportación que supuso otro paso para no despreciar la educabilidad de los sordos diciendo que: “Aquellos hombres que son mudos de nacimiento, lo son porque también son sordos”.
El franciscano italiano San Buenaventura (1217-1274) escribió el libro Alphabetum religiosorum incipientium en el que nos muestra el alfabeto manual que se utilizaba en los conventos de su época.
Por su parte, Giovanni Batista Della Porta (1533 – 1610) le dio otro uso. Della Porta trabajó para el servicio de espionaje e ideó un sistema para emitir mensajes secretos. Una de las claves usadas por él se basaba en un alfabeto manual que consistía en señalarse las diferentes partes del cuerpo según la letra por la que comenzara, por ejemplo si se quería deletrear la palabra “Madrid”, para que solamente se enterase quien supiese el código, él se señalaba la mano (del latín manus) para indicar la “M”, después se apuntaba la oreja (del latín aurius), por la “a”, y así sucesivamente.
También en el siglo XVI, Girolamo Cardano (1501 – 1576) explica en su obra que las personas sordas pueden comunicarse asociando la palabra escrita con el objeto que representa y dice que la memoria visual de las personas sordas es la responsable de asociar el pensamiento con la escritura. También dice que el no oír no significa ser tonto: los ciegos no ven pero oyen y pueden aprender usando sus oídos, y los sordos pueden aprender usando su vista.
Mientras tanto, los amerindios de Norte América usaban un código gestual para hacerse entender entre etnias de lenguas muy diferentes y estuvo vigente hasta mucho después de la conquista europea.
La primera referencia histórica de la educación de personas sordas en el mundo se produce a mediados de siglo XVI cuando en el monasterio de San Salvador de Oño, el monje benedictino Pedro Ponce de León enseñó a hablar a los niños sordos que tenía a su cargo, hazaña por la que alcanzó gran celebridad y cuyo conocimiento se extendió por todo el mundo.
En el siglo XVII transcurriendo el año 1620 apareció un libro de Juan Pablo Bonet, “Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos”, donde se establecieron por primera vez las bases del oralismo. Su influencia pronto se hizo notar en toda Europa.
A finales del siglo XVIII se fundó el primer colegio de niños sordos en España, “El Real Colegio de Sordomudos”.
A comienzos del siglo XIX los fundadores del Real Colegio de Sordomudos acogieron en su seno a un hombre sordo, Roberto Pradez, lo que parecía abrir la puerta a que las personas sordas practicaran plenamente en la empresa educativa. Pero por desgracia tres décadas después los instructores sordos desaparecieron de las clases hasta prácticamente nuestros días, afectando muy negativamente en la educación de la comunidad sorda.
El año 1880 fue decisivo para la evolución de la enseñanza de las personas Sordas por las decisiones adoptadas en el II Congreso Internacional sobre la “Instrucción de los Sordomudos” celebrado en Milán. A dicho congreso acudieron maestros casi todos oyentes, el presidente era Giullo Tarra. Pidieron la eliminación de la Lengua de Signos de la enseñanza del Sordo y, en consecuencia, se propuso la enseñanza totalmente oral o método oralista.
En España, en el pasado siglo XX cabe destacar la figura de Juan Luis Marroquín, cuya personalidad arrolladora ha sido modelo a seguir durante décadas por las personas sordas. Su sordera no le impido en plena dictadura franquista conseguir logros importantes para esta. Notoria fue su audiencia con el Generalísimo Franco, a raíz de la cual consiguió que se abrieran varios colegios para niños sordos en diversos puntos del territorio nacional.
Por fin con la llegada de la democracia a España las minorías tienen voz y causas legales para construir juntos esta sociedad en la que convivimos, tal y como ha quedado plasmado en la Ley 27/2007.